jueves, 5 de agosto de 2010

Fábula.

Wilson Reynaldo Pacheco se miró en el espejo y se dio lástima, es por ello que apartó pronto la vista y procedió a extraer el cepillo y la pasta de dientes de la pequeña bolsa de aseo que cotidianamente llevaba al trabajo. Con la uña raspó un pequeño resto de pasta reseca que se había acumulado en el mango del cepillo, porque Wilson Reynaldo Pacheco no soportaba las manchas que dejaba la pasta de dientes. Siendo un emplasto de propósito higiénico, le resultaba harto irritante encontrar que, tras haberse lavado y enjuagado la boca, al evaporarse el agua revelábanse como por ensalmo unas costras blancas en las comisuras de los labios.

Tras haberse esmerado en su limpieza bucal, procedió a enjuagar el cepillo, cerciorándose de dejarlo libre de cualquier resto calcáreo. Sin embargo cuando fue a echar mano del líquido de hacer gargarismos, encontró la botella vacía. Maldiciendo, salió del cuarto de baño, pasó por delante de la máquina de café, bajó las escaleras y entró en el Departamento donde López hacía pajaritas de papel.

-¡López! ¿Has vuelto a beberte mi elixir para hacer gargarismos?

López se extrajo una mucosidad de la fosa nasal derecha, amasóla en forma de pelotilla e hizo de su anular certera catapulta con la que atacó a Wilson Reynaldo Pacheco.

-¡Sí! – le espetó - ¡Me he bebido tu elixir de gargarismos, y también el linimento para la tos y el alcohol que desperdicias dándote friegas! ¡Mamarracho!

Lívido de rabia, Wilson Pacheco sólo supo dar media vuelta y volver al cuarto de baño.

-Nadie me respeta… Yo ni siquiera debería estar aquí… No me merezco este destino, no me merezco estar a las órdenes de López… Pero hacen lo que quieren de mí, me envían a los agujeros más sucios, a hacer las tareas que nadie quiere, todo y sólo porque soy un dinosaurio.

Daba vueltas tembloroso, retorciéndose los dedos, mesándose el rostro, y en uno de estos sobamientos cayó en la cuenta de que las manos le olían raro. Era un olor fuerte, pero irreconocible a la vez que familiar.

Siendo como era de natural pulcro, que siempre lavábase hasta dejar en carne viva, expuesta indefensa la epidermis al ataque de agentes patógenos, virus, bacterias, ácaros y alergias; procedió a lavarse obseso las manos. No hubo empero manera de quitar aquel olor, siquiera de camuflarlo.

Detúvose a pensar Wilson Reynaldo Pacheco cuál podría haber sido la causa de aquel intenso aroma, que a ratos recordábale al olor a cuero y betún de unos zapatos, a ratos a amoniaco, a ratos a las manos callosas y sudadas de su anciano padre, y a ratos a ajo.

Ajo, repitió, creyendo haber encontrado un cabo que atar. Si acaso hubiere cocinado, sería natural que en el proceso culinario hubiese manipulado alimentos y substancias de fuerte olor, que habría quedado impregnado así en sus manos. Cayó pronto en la cuenta de que tal no era posible, puesto que hacía ya semanas, si no meses, que no comía más que los pálidos y tumefactos sandwiches envasados que expendía la máquina del pasillo. Y tenía por norma no cenar y desoír así cada noche los rugidos que emitían sus tripas, convencido de que esta espartana costumbre era harto beneficiosa y espiritualmente edificante.
Fragmento de una novelucha que escribí hace tiempo en un cuaderno de piel que me regalaron. No hay ninguna trama, este dinosaurio por ejemplo deja de ser mencionado enseguida, el único método que seguí fue escribir un capítulo del tirón cada vez que llegaba a casa borracho, saliera lo que saliera. No sé si leerlo tiene mucha gracia pero escribirlo sí fue divertido, además que el cuaderno era todo de piel gorda y blanda, y había que escribir con un punzón, y dedales en todos los dedos porque como ya digo iba borracho y se me iba la mano muchas veces.