lunes, 21 de septiembre de 2009

Al río

El viernes pensé que, ya total, de perdidos al río. Había llegado a ese punto en la vida de todo hombre en el que nada es siquiera mínimamente satisfactorio y cualquier idea o plan de acción resulta odioso, de modo que uno no encuentra placer ni empleándose en actividad alguna ni tampoco estando quieto. Situación tormentosa e insostenible donde las haya, que por suerte alcanza su desenlace natural al llegar el humor espíritu a un determinado punto de ebullición. En mi caso, estos cien grados centígrados los vino a marcar la vecina de enfrente.

Fue un grato descubrimiento, ya que hasta entonces la ventana que hay al otro lado de la calle había enmarcado la anodina vida de un individuo un tanto fofo y dado al nudismo, como bien he tenido ocasión de comprobar este verano, ya pasado. Un individuo en suma cuya visión no me aportaba nada, y me inducía más bien a correr las cortinas de mi propio salón, para poder despatarrarme cómodamente y admirar las evoluciones de la felatómana de turno en la pantalla de mi computadora.

Grato descubrimiento, digo, comprobar que este individuo anodino había sido substituido mágicamente por una hembra bien proporcionada, que paseaba por aquel cuarto con una lata de cerveza en una mano y el celular en la otra, encorvada hacia ese lado la cabeza. Era una visión estimulante, es agradable observar sin ser visto la intimidad ajena, siempre que uno se la encuentre sin buscarla, por accidente. Porque si hubiera sacado mi tomavistas (algo que consideré por un momento) y lo hubiera utilizado a modo de catalejo, en ese caso no sería más que uno de esos pajilleros que se entregan con fruición al espionaje, al goce perverso de ser intruso etéreo y cobardica, más excitado por su propia vileza que por la escena que vagamente atisban.

La muchacha no paraba quieta, de modo que pude hacerme una idea bastante clara de sus formas y proporciones. Su ropa de andar por casa, su ropa de ponerse cómoda, le daba un toque entrañable y hogareño a la escena, amén de mostrar generosamente su físico esbelto y flexible, el aire casi equino con el que caminaba de acá para allá, era un trote de yegüa, ciertamente, esa forma de sentarse y dejar la cerveza para retomarla levantarse enseguida era inconfudiblemente ecuestre y me tenía hipnotizado.

Yo mismo llevaba ya algún combinado que otro entre pecho y espalda. Aquella visión me había inspirado nobles y elevados sentimientos, por lo que sin dejar de disfrutarla eché mano del celular y fui marcando los números de varias personas con las que hacía más o menos tiempo que no hablaba, a fin de comprobar si seguían vivos, habían cambiado de ciudad o tenían algo que hacer aquella noche.

Apenas tuve respuesta del hermano de su hermana, esa hermana de belleza indescriptible, esa singularidad fisonómica que desafiaba las leyes de la biología y provocaba espontáneamente alteraciones del orden social en su derredor; apenas tuve respuesta de este amigo, salí de casa.

Y allí estaba ella, con unos cuantos sujetos más, en casa del hermano, a quien saludé brevemente. Supe que aquello acabaría bien en cuanto ví el modo sutil en que ella se había erguido al verme llegar, como un resorte. Erguirse en el sillón estando sentada es un síntoma indiscutible, cuando al aparecer uno determinada hembra hace algo así, se retoca, se desencorva, y no digamos si se pasa la mano por el pelo, entonces uno sabe que no ha de tener clemencia.

Hubo un bar después pero la saqué de allí en cuanto tuve la más mínima ocasión, no había salido de la comodidad de mi bien abastecido hogar para beber matarratas y sufrir lesiones auditivas en un agujero sórdido, mugriento y sacacuartos. No protestó, por supuesto, pero aquella fue la primera de sus caras raras. No quiero decir que todo el mundo sea igual, ni muchísimo menos, de hecho tengo una muy elevada opinión de lo aberrante, pero diría que era de ese tipo de chicas. Ese tipo de gente, diré para ser justo, que tiene una idea tan nítida como abstracta del modo en que se deben suceder las cosas, del modo en que ha de tener lugar el cortejo en este caso. Cuando te desvías de ese recorrido una primera vez, lo aceptan, pero ponen cara rara. A eso me refiero.

La segunda cara rara salió a flote nada más entrar en mi casa, al recibir la bella una vaharada procedente del cajón de mi gata, el cual, debo decir para mi descargo, había limpiado apenas dos días atrás.

Las caras de extrañeza no suponen un problema de por sí, en realidad se trata de sanas manifestaciones de perplejidad y sorpresa, y no necesariamente de desaprobación. Al parecer y de algún modo ella encontraba atractiva toda esa suciedad, mi suciedad, el hecho indiscutible y probado es que no se marchó, al contrario, aceptó un combinado más. Hablábamos, pero no sabría decir de qué, no hubiera sabido decirlo aunque me hubieran preguntado en aquel mismo momento. Yo no prestaba la más mínima atención y supongo que ella tampoco, de lo contrario se habría aburrido mucho y me habría tomado por memo sin duda. Quiero creer que ella estaba igual que yo concentrada en sus propias y muy turbias fantasías.

De hecho lo que me enardecía era precisamente imaginar lo que podría estar tramando su hermosa cabecita, el escándalo que podría estar provocando en su bajo vientre el descubrimiento repentino de que el asco y el deseo pudieran darse la mano, cuando no metérsela mutuamente.

Se comprende ahora que al estar abstraído en dichas especulaciones no prestara atención a lo que decía u oía, esto es, a la conversación en sí. Pensaba más bien en el grito que soltaría ella si descubriera que yo, por ejemplo, me había cagado encima, en ese mismo sofá, pensaba en cómo me llamaría cerdo y el modo en que, eventualmente, se empeñaría en limpiarme.

Esa idea estaba animándome cada vez más. Allí sentado, a menos de un metro de sus piernas, de su carne acalorada por los etilos, esa idea está animándome cada vez más.

En mitad de la charla y los güisquis intento encender un cigarro y el “zippo” no quiere prender por mucha chispa que le arranque. No me lo he comprado yo, fue un regalo, igual que mi gata, y al igual que como ocurre con mi gata tampoco me parece bien deshacerme de él sin más. Tengo mecheros normales en casa, pero me encanta el olor del combustible así que saco el bote y lo recargo, voy ya borracho, y al vacilar me empapo la mano con la que sostengo el mechero, toda ella despide un penetrante olor a gasolina, o queroseno, o lo que sea este líquido inflamable que me chorrea por dentro de la manga.

Como le estoy dando la espalda en todo momento, hago como si nada hasta que me enciendo el cigarro, entonces mi mano entera prende como una antorcha. La visión de mi mano en llamas es fascinante, hipnótica, pero no pasa una milésima de segundo antes de que mi piel chille una orden muy clara que no puedo sino obedecer, metiéndome la mano bajo el sobaco y sofocando así las llamas.

Entonces ella ríe, está borracha, pero en lugar de preocuparse por la quemadura se ríe, así que le cruzo la cara con la misma mano que me acabo de abrasar, lo cierto es que no dejo que se note pero me pica bastante más a mí que a ella.

Me mira de esa manera. No me insulta, no se levanta y se va, sino que se queda sentada en mi sofá y me mira de esa manera. Tan indignada como excitada. La agarro del brazo y la llevo al dormitorio, ella forcejea y gime, pero no llega a protestar en serio. La tiro sobre la cama y la desnudo, me he cargado su vestido, su mierda de vestido que parece un saco, si fuera uno de esos vestidos ceñidos que ya no se llevan no se rompería, habría que despegarlo como el pellejo del chorizo, pero ya digo que no es así, es un vestido fino y suelto, pensado para que lo desgarren. No lleva bragas ni sujetador, ni falta que le hace, todo está donde debe estar y más allá, es una florecilla frágil y hermosa y yo voy a gozar pisoteándola.

Entrar es genial. Sobre todo por la cara que pone, es lo que llevaba deseando toda la noche, no lo digo yo, son sus propias palabras. Y me la follo como si quisiera echarla a pollazos de su cuerpo, quitarle el sitio, adueñarme de su carne. Me la follo con todo mi rencor.

No me basta, claro, enseguida se me ocurren cosas, otros modos de revolver su perfecta cabellera, voy muy borracho, de no ser así intentaría complacerla pero ahora sólo me interesa pasarle por encima como un tren, borrarla de la faz de la tierra. Asfixiarla con mi polla, oír sus arcadas, quiero que vomite sobre mi cama, quiero despertar cada día con los restos del olor de su vómito exquisito, y sonreír.

Sin embargo por el culo le parece mal. Por primera vez se resiste de verdad, patalea, me pega muy fuerte con su talón en la boca, yo sigo intentándolo, no me enorgullece decirlo pero en el fragor de la batalla uno pierde los modales fácilmente, hasta que me sacude una coz en la nariz que pica como una raya de sosa caústica y me hace retroceder.

Tiene suerte de que no hubiera llegado a atarla. Se viste chillándome cosas, tirándome la lámpara, el tablero de ajedrez que tengo en la mesa del dormitorio, mis propios zapatos, en fin, está cabreada.

Le digo que se largue pero ya lo tenía decidido. Tras un portazo todo vuelve a la normalidad. Sólo espero que no se encuentre con ningún grupo de borrachos, es viernes por la noche en mi barrio de negros y uno puede cruzarse con gente complicada, y ella es muy, muy guapa, no lo olvidemos, y viste una especie de saco desgarrado. Sólo espero que encuentre un taxi a tiempo.

Supongo que en el mejor de los casos el hermano de esta hermana ya no me hablará, supongo que ya no veré a esa fracción de mis amistades. Pero ya total, de perdidos al río.