jueves, 9 de julio de 2009

En el principio fue el tedio

Una vez resuelto el problema del agua potable y el alimento sólido, por precaria que fuera esta solución de subsistencia, se me vino encima algo peor que el hambre, la sed o el peligro de muerte: el aburrimiento.

Cuando uno pasa el día yaciendo cuan largo es sobre las baldosas de su azotea, a la sombra de un improvisado toldo, cuando la principal actividad que se desarrolla en el día es la espera, cuando la comida cotidiana es una paloma pobremente asada a la llama de un "camping-gaz" hurtado a las aguas, cuando uno se descubre mirando por inercia su teléfono móvil, esperando quizá ver una llamada perdida o un mensaje, y sólo ve la pantalla resquebrajada y cubierta de orín y moho, y recuerda que ya no hay nadie que pueda llamar; cuando se llega a este punto, es hora de tomar una determinación. Dotarse de un objetivo, por absurdo y rocambolesco que sea. La ciudad entera cuyos asfaltos y hormigones se reblandecen ahora bajo las aguas fue precisamente y sin duda ninguna creada para paliar un aburrimiento semejante, un enorme tedio sedimentado durante siglos, y ahora que el bullicio de la ciudad ha callado, las horas de sol y silencio me hacen pensar si no sería posible construir un andamiaje sobre estas aguas, y sobre el andamiaje extender una gruesa capa de asfalto, capaz de sostener otra ciudad nueva por la que desenvolverse y hacer como si no hubiera pasado nada.

Antes se podía matar el tiempo con cualquier distracción, pero ya no funciona ningún aparato eléctrico así que es del todo imposible tragarse ese alpiste que era la tele, y tampoco puede uno ver películas o enajenarse con videojuegos. Puede uno leer, es verdad. Tengo varios libros rescatados del agua y secando al sol como bacalaos, y una vez pierden toda la humedad son legibles, aunque parece que hayan envejecido un siglo o dos de golpe. Parecen hechos de pergamino ondulado, la tinta está borrosa en muchas partes y siempre hay páginas dañadas, o pegadas entre sí de modo que es imposible separarlas sin provocar su ruina. En contra de la creencia popular, los libros más gratos de leer en una situación de soledad perpetua no son sesudas novelas o versos de hermosa factura, que parecen no tener sentido en el nuevo y acuático contexto. Las novelitas eróticas o de aventuras se disfrutan mucho más y resultan más instructivas.

El fornicio es, no cabe duda, otra gran pérdida en lo que a pasar el rato se refiere. Por mi mente han cruzado vagas ideas, esbozos de experimentos con peces o aves, pero temo que no serían más que un mediocre placebo, lamentable substituto de la experiencia carnal genuina, por no hablar de las muy probables y aparatosas infecciones que dichas prácticas podrían acarrear.

En realidad la única actividad medianamente provechosa e interesante es el buceo. Poco a poco las aguas han perdido parte de su turbiedad, imagino que de alguna manera el polvo en suspensión se ha aposentado, de modo que la visibilidad bajo el agua, siendo mínima, es suficiente.

Lo primero que he hecho, naturalmente, es intentar rescatar mis posesiones. He tenido cuidado de anclar siempre mi barcaza azotea cerca de su base original, esto es, mi antiguo hogar, más por mantener una ilusión de suelo bajo los pies que porque realmente esperara recuperar y dar algún uso a mis muebles y demás artículos del hogar. Las primeras inmersiones no tuvieron mucho éxito, debido fundamentalmente a mi escasa capacidad pulmonar, pero una vez recuperé los preservativos del cajón de mi mesilla, pude utilizarlos como rudimentarias bombonas de aire. El sistema no es tan sencillo como parece, ya que después de todo se trata de globos hinchados que se resisten a ser sumergidos y estorban al bucear. Lo que hago es atar varios de ellos a un cordel, sujeto a su vez a una pesa para que no floten. Cada vez que necesito aire, en lugar de volver a la superficie, corto con unas tijeras el depósito seminal de la punta de uno de los condones y respiro todo el aire que contiene. Seis o siete preservativos dispuestos de este modo me permiten permanecer bajo el agua unos veinte minutos, tiempo más que suficiente, de hecho procuro no consumir todos. Cuando he recogido lo que considero útil, lo dispongo en una caja de fruta, de plástico o madera, la cual ato con una cuerda de tender para poder izarla sin problemas desde la barcaza azotea. Como digo, suelen sobrarme dos o tres globos de aire, cuyo lastre corto, para atarlos a esta cuerda y que hagan así las veces de boya.

Una de las cosas que he recuperado es un pequeño espejo redondo y resquebrajado. Hubiera preferido no verme la cara, por la barba de náufrago, por la mata de pelo estropajoso, como quemado con mechero, por lo amarillento de mis conjuntivas, pero sobre todo porque he descubierto una caries en uno de mis dientes. Naturalmente en este escenario no cabe pensar en dentista alguno, pero he pensado que tal vez podría yo mismo hacer un apaño, toda vez que es uno de los dientes que está junto al colmillo, y es por tanto de fácil acceso. Se trata en realidad de una mota negra que está casi en la punta del diente, al principio la he tomado por un resto de comida pero no había forma humana de sacarla con la uña. Sólo entonces, y sirviéndome de un imperdible, he constatado que esa mota era en realidad un fino agujero, lleno de mierda petrificada, mierda que supongo es la caries propiamente dicha.

Con la aguja del imperdible me he dedicado a raspar esta mácula, descubriendo que en realidad el agujero, siendo de anchura diminuta, se adentra en la pieza dental hasta atravesarla de hecho completamente. Por suerte, y a base de este paciente rascado, he conseguido arañar la costra carioca hasta dejar el agujero expedito, de modo que lo puedo atravesar limpiamente con la aguja del imperdible y con cualquier otra cosa, en realidad, siempre que sea lo suficientemente fina.

Aún no he encontrado utilidad a este orificio, pero es cuestión de tiempo. Ahora todo debe tener una aplicación práctica, un uso, a poder ser distinto del que tenía antes de la inundación. Por ejemplo el destornillador que he encajado en el vano del mango de la fregona, para que en conjunto formen un cómodo arpón. El mango de la fregona es un simple tubo de metal, no todo lo rígido que sería deseable, pero sí bastante ligero. En una de sus bocas encaja casi a la perfección el mango del destornillador. Es cierto que para que se sujete con la firmeza necesaria he tenido que perforar sendos orificios en el tubo que lo contiene, a la altura de otro agujero que hay en la base del mango del destornillador, a fin de atravesar todo ello con un grueso alambre que luego he retorcido con unos alicates. No sé si hace falta que haga un diagrama.

Decía mi padre que un hombre no es un hombre del todo hasta que no tiene un traje y una caja de herramientas. La caja de herramientas, efectivamente, es una de mis posesiones más valiosas y entretenidas. El traje, en cambio, se pudre perfectamente bajo las aguas.