jueves, 2 de abril de 2009

La buena muerte

El facha con pluma está últimamente aterrado por la inminencia de su revisión odontológica. Delante de su pacharán, acurrucado casi, sólo le falta encogerse entre las solapas de la gabardina que no lleva. Me confiesa sus tribulaciones bucales, a saber: que cada seis meses ha de someterse a una escabrosa limpieza de sarros, que de otro modo se infectan de manera harto hemorrágica y aparatosa. Naturalmente su problema me la trae al pairo, que el roce hará el cariño pero no obra milagros, y sus penas sólo me afectan en la medida en que me recuerdan a las mías, o me previenen de las que están por venir.

Todos, a muy tierna edad, hemos de pasar por la pérdida de piezas dentales, que tan extrañamente se desgajan entonces de las encías, en un primer y único aviso, que no se diga luego que hay traición cuando ya en el achaparramiento vital caen para siempre.

Por si este recordatorio de la caducidad del cuerpo fuera poco, me cruzo al salir de la galera oficina con un curioso microbús que se encuentra estacionado de forma irregular, a fin de poder descargar la recua de ancianos que transporta, maniobra efectuada con la ayuda de una rampa hidráulica que deposita a los vejestorios en la acera, sin obligarles a realizar el menor movimiento, si bien sacudiéndoles a la manera flanesca sobre su silla de ruedas.

Espectáculo descorazonador y lamentable, es cierto, pero que ha de servir de acicate a este espíritu aguerrido, ha de meterme la prisa en el cuerpo, ahora que éste todavía es trampolín y aún le falta para ser lastre. En conduciendo de vuelta a mi destartalado hogar, no puedo sino hacer reflexión acerca del tanatorio asunto, especialmente sobre cómo pudiera evitarse la abominable degeneración y ruina de trae consigo la senectud, y si no sería preferible un óbito estrepitoso, violento, pero sobre todo espectacular y pintoresco, capaz de estremecer al respetable y arrancarle bravos y ovaciones, demostrándoles así que si se muere con gracia, se muere menos. Animándoles también a procurarse un fin chistoso y ocurrente para ellos mismos. Es esperar mucho, lo sé, del aborregado y temerosón íbero medio.

No puedo decir que espere realmente hacer ejemplo de mi propia muerte. Antes bien, la idea es afrontar el fenecimiento con el máximo de los narcisismos, la más desbocada egolatría y un solipsismo rayano en el insulto. Como si el propio fin fuera el del universo todo, ya que al menos y desde luego es el de la melodía que provoca en este cráneo.

Morir en una batalla naval. Reventado por una bala de cañón, enganchado malamente por un garfio de abordaje. A eso me refiero. Si hay que acabar, que sea con gran dolor, para que así dejar de sentir sea alivio.

Precipitado desde lo alto de un avión, caso de no haber un satélite habilitado al efecto de realizar el salto, caer desde los cielos con la autoridad de una plaga divina, kamikaze redentor, humana bomba de carne y sangre surcando las nubes en velocísima prespitación, vociferando “¡Sus, y al usurpador!” u otras arengosas líneas, fervientemente convencido de que el brutal impacto que ha de causar mi mollera resquebrajará la corteza terrestre cual fina cáscara de huevo, esparciendo así sus licuores magmáticos por el espacio. Esa sí sería buena, abofetear al planeta entero, en gresca como de antro de carretera, midiéndole el lomo con un palo de billar, a la Tierra, nada menos, menuda locura hacerle vejamen de este modo, tiene que sacudir de lo lindo, la Tierra encabronada. Pero a eso me refiero.

Hacer homenaje a la charlotada aquella de Tiempos Modernos, y abalanzarse insensatamente para ser masticado por un titánico engranaje, a ser posible en televisiva retransmisión que no escatimara detalle de la muy autolítica idea, y se hiciera asimismo eco de los alaridos de horror de los asistentes al evento cuando vieran cómo la broma se revela macabrísima y en lugar de salir indemne y aturdido por el otro lado del ingenio, asomo apapillado, líquido y vibrantemente rojo. ¡Lo que me iba a reír entonces, de esos idiotas!


Fabricarse un disfraz de pterodáctilo vivo, a todos los efectos funcional, esto es, volátil. No habría de flaquear mi brazo ejecutor en agitar sus pesadas membranas, al no haber día después ni por tanto agujeta alguna que temer, y sería del todo gratificante sobrevolar esta catolicísima y furcia ciudad profiriendo berridos antediluvianos y dejando caer descomunales bolas de guano que portaría al efecto. Así seguiría hasta ser abatido por artillería pesada, o lo que es más probable, hasta que una de las alas se desprendiera del disfraz y no pudiera sino caer a plomo o hacer improvisado y mortífero butrón contra alguna de las numerosas fachadas que a diario nos impiden ver el cielo.

Por supuesto, mi preferido de estos hipotéticos feneceres es el infarto cerebral en el apogeo de un intensísimo fornicio con un nutrido grupo de nínfulas amazonas, lúbricas y ansiosas, que me hubieren asaltado en yendo yo a recoger níscalos. Reviénteme así alguna aorta del cerebro, empápeseme la sesera de esta sangre edulcorada por los éxtasis carnales, sea luego mi cadáver devorado por estas hadas con alas de hormiga, desgarrando sus afilados dientes mi carne sazonada de gratitud y goce.

Lo firmaba ahora mismo, ésto.