lunes, 28 de abril de 2008

Calvo de cultivo

He caído en la cuenta de una cosa terrible: este mi nuevo entorno laboral en el que hace poco cumplí tres meses de diáspora me está haciendo daño a la cabeza. Este es el caldo de cultivo en el que se cuecen los psicópatas, no me cabe duda. Si no adopto una estrategia pronto, me veo el lunes verdaderamente alunizando, estrellando el coche contra la oficina, o algo peor.

Sólo hay una forma de que un recién llegado grumete como yo consiga su manumisión: hundir del todo este barco fantasma. Arruinar la empresa, porque mi orgullo narcisista me impide ser despedido por incompetente, alcohólico o violento, cualidades todas por las que me distingo, pero que me jode que me recuerden. No, debo ser licenciado con honores, y es posible como digo que consiga mi propósito si juego bien mis cartas y aprovecho la tensa atmósfera que en esta nave se respira.

El ambiente está a punto para el motín. Ya de hecho hubo una huelga no hace mucho, que afectó por cierto a toda la flota corsaria de la que este barco forma parte. Nadie se enteró de dicho paro a pesar de que entre los buques de esta flota hay muchos que se dedican a traficar con señal de televisión, e incluso enormes fragatas que emiten siempre desde un punto distinto de la mar océana. Moviéndose para no ser abordados, huyendo como criminales, y mucho delito cometen pues no hacen sino vociferar mamarrachadas e infectar almas inocentes por todos los rincones del globo. Yo no lo creía, antes, me decía “quite, quite, no será para tanto” pero es así. Una flota que enarbola bandera roja y se proclama amiga de trabajadores, bohemios y afeminados, resulta estar comandada por filibusteros que de puertas para adentro muestran los modales de Jabba el Hutt. Hablo, sí, del infame pirata Cogesable.

No es éste enemigo con el que yo me pueda enfrentar, lo admito. No soy aún lo bastante diestro en el manejo del acero toledano, por más que lo haya probado en mis carnes, como buen científico loco, y en la cabeza de algún aspirante a consumidor de bebidas de cola. Pero no me es necesario batirme contra némesis tal, bastaría conseguir que sea linchado el Comodoro Timorato que gobierna (por decir algo) el buque hundiente en el que viajo. Y como digo, el ambiente es propicio.

Sólo tengo que urdir la treta adecuada. Es cuestión de tiempo que se me ocurra, así que esta noche puedo relajarme, hincharme a ginebra en mi hogar destartalado y mientras suena hortera música de coctel, bailar con mi gata haciendo caso omiso de sus arañazos y de la sangre que hacen brotar y gotea sobre mi mugrienta moqueta morada, donde quedará por siempre.

viernes, 25 de abril de 2008

Uno de tantos

La mañana siguiente me la pasé en internet, buscando a ver si me topaba por casualidad con algún grupúsculo de cenacularios que se dedicaran a subversiones o disidencias varias. Siempre he tenido debilidad por estas logias y contubernios que brotan por todas partes, pústulas del mundo que abogan por el suicidio masivo desde Jonestown hasta Waco, con las que me hermana la negación de la verdad establecida y una cierta afinidad por las elucubraciones paranoides.

De hecho, no hace mucho intenté fundar una de esas sectas, con pésimo resultado. Partí de esta premisa: no hay en el Universo ninguna civilización extraterrestre que vaya a acudir a nuestro rescate, y como de todos modos el fin del mundo está cerca (apocalíptico axioma que no debe faltar en el ideario de ninguna secta que se precie de serlo) es necesario por tanto tomar la iniciativa y construir por nuestra cuenta una nave nodriza con la que escapar de esta cafetera que llamamos planeta, para desde los espacios astrónomos enseñar el dedo de en medio a los que quedaren en tierra.

No me fue mal al principio, logré de hecho amasar una pequeña fortuna en subvenciones, pero debido a la proverbial catetez que tradicionalmente ha caracterizado al íbero medio, me fue imposible encontrar entre mis compatriotas a un científico al que secuestrar, para forzarle después a construir tal nave. Mientras buscaba personal cualificado en las bárbaras tierras germanas, se me pasó el plazo, perdí las subvenciones y me expropiaron el valle donde había previsto construir el zigurat que haría las veces de plataforma de lanzamiento. País de moros…

El caso es que como es habitual no he encontrado ninguna revelación en los éteres virtuales. Que dicho sea de paso y según mi opinión, jamás llegarán a concretarse en el Cerebro Mundial que podrían ser si alguien diera un puñetazo en la mesa y se decidiera a tomar sus riendas. Lo de siempre como digo, así que bajé a comer con mis coesclavos, compañeros de trabajo, el resto de la tripulación, vaya, por volver a la alegoría náutica.

En el mugriento mesón donde hicimos fonda ya conocían a uno de nos, cabeza visible por su vozarrón cazallero y su costumbre de dejar propinas generosas. Y por trasegar pacharán tras pacharán a diario después de cada comida. Al parecer, eso le daba derecho a lanzar guiños cómplices a una de las camareras, con la que se mostraba luego zalamero y untuoso.

Siempre que me veo formando parte de esta u otra tripulación mi estrategia es clara: sentarme en un rincón arrebujado en mi capa, fumar de una larga pipa artesanal y taparme un ojo con un sucio vendaje para que me tomen por pirata mal encarado y me dejen en paz. Se me viene a las mientes ahora que ésta es conducta opuesta a la que manifestaba durante mi vida náufraga, cuando me conducía con brío y energía, atropellando a cualquiera que se cruzase en mi camino y olisqueando grupas femeninas por doquier. De esto se extrae una conclusión mil veces repetida: ser siervo es dejar de ser y suspenderse, en espera quizá de una feliz jubilación.

Se me viene a las mientes ahora y se me venía entonces, y me repetía para calmarme que en breve volvería a la gélida y puta calle, que en cuanto mis compañeros volvieran la vista acapararía cuantas riquezas cupieran en mis brazos en jarras y saltaría por la borda, y si me hundiera, mejor, pues de siempre se me ha dado peor nadar en superficie que caminar por el fondo.

Al final me liaron y acabé aguantando sórdidas confidencias frente a un agrio gin tonic que me soltó la lengua, y no sé qué les dije ni qué lastimoso bulo conté, pero desde entonces les odio más y me miran raro.

Maniobra promocional

No hubo huevos. Ni ocasión. Ni plop, puestos a enumerar. El martillo lo llevaba, y creánme que es notable el hormigueo que a uno le entra cuando pasea por la Gran Vía con un peso anormal en el cinturón y un mango extra entre las piernas. Cierto es que esta avenida, verdadera aorta babilónica, es un río de dementes en cuyas orillas se amontonan mendigos y otros seres amputados, y quién sabe cuántos de los que van camino del bar o a por el pan llevan armas aún peores que un martillo, a punto de dispararse. Pero no entremos en paranoias de telediario.

La ocasión no la hubo porque ya en la calle caí en la cuenta de que no sabía dónde tenía lugar el cónclave preestreno, ni cuál de todos era el sucio tugurio donde habrían de hurgarse mutuamente los esfínteres. Normalmente disfruto de estos momentos de bendita ignorancia amnésica, me quitan un gran peso de encima, pero esta vez no era en absoluto conveniente para mis planes. Hube de volver a mi casa, pensando que tal vez fuera mejor así, pues de haber conseguido mi propósito y matado a los directores, la publicidad sería eternamente gratis, el éxito comercial de la película estaría asegurado y por si fuera poco dos de sus autores quedarían muertos: habría ejecutado sin querer la maniobra promocional perfecta, algo que jamás podría perdonarme.

Ah, urbe antropófaga. No es tan fácil como yo pensaba conseguir que me echen a tus putas calles. Ni siquiera puede uno dejarse llevar por la ira justiciera y cometer gratificantes barbarismos sin que una horda de advenedizos saque provecho.

miércoles, 23 de abril de 2008

Singularidad espacio-temporal

El temido momento ha llegado. El letrerío anterior llevaba meses escrito y agusanando en un cajón, hasta que por no aguantar su peste infame decidí que había de secretar por este desagüe virtual el pus de mi alma corrupta, por razones de higiene y salubridad de espíritu. Pero apenas empecé con ello, me asaltó el temor primigenio a que en el instante en que la narración alcanzase por fin el momento presente, el espacio y el tiempo se harían ñudo y mi existencia acabaría como la de un globo cuando es pinchado: hace “plop” y desvela que sólo estaba lleno de aire.

En cuanto apriete “publicar” lo sabré, pero ¿sabrá Bloggherr que su inocente botón es el gatillo de mi ruleta rusa? Lo dudo, y si supieran que lo usan desaprensivos amigos del vudú como yo, harían goyesca penitencia y se enterrarían hasta las rodillas para matarse entre sí a garrotazos.

De momento, más me vale hacer repaso de lo que ha pasado en mi nueva vida de hombre de provecho.

El barco que me rescató de mi vida de parado náufrago resultó ser de esclavos y además estar hundiéndose. Su tripulación, anormalmente reducida después de la primera espantada de ratas, consistía y aún consiste en un puñado de marineros descreídos, alcohólicos y muy dados a insanas coyundas. Pero no sólo trafican con su cuerpo, su bodega está repleta de latas de película que al parecer deben y debo vender en algún puerto, si bien no muestran esperanza alguna a este respecto, ni siquiera interés en acercarse a tierra firme. Son éstos títulos infames, por los que he aprendido las arteras maniobras que gobiernan el proceso de elaboración de un film, y que nada tienen que ver con la búsqueda de la verdad o la belleza que al arte se le supone. En ningún caso, repito, en ningún caso debe tenerse a esta gentuza del cine por hartistas, pues todo lo que hacen no es más que una sucia treta para arroparse en la aureola mística que da el ver la propia imagen en una pantalla, agigantada hasta adquirir proporciones divinas, y aprovechar lo alto de su pedestal para masturbarse y eyacular sobre la plebe.

Al mes escaso de ser reclutado, comprendí que mi jefa sólo me daba a oler su chocho eczematoso para retirarlo después, quedando yo aturdido y con un nuevo montón de tareas entre manos. Así es la naturaleza mercantil, que nada respeta y de todo hace comercio. He sido testigo de infames transacciones, he visto vender hijos, comprar órganos internos, y hasta subastar la honra de una virgen. Para escapar de este círculo tormentoso y hacerme inmune a tanta ansia de glamúr y sexo vano, me he extirpado las gónadas con las tijeras del pescado. Desde entonces las tentaciones de la carne no hacen mella en mí.

El capitán de estos indeseables era y es el peor de todos. Un tipo untuoso y larguirucho, un perfecto cretino, un hombre de paja, bobo lugarteniente del patrón que allá lejos se enriquece a nuestra costa, en una isla de su propiedad. Nada hay peor que un comandante timorato y simplón, que a todo responda con una ráfaga de sísísísís, para ignorar completamente lo que fuera que se le dice. Por eso la nave seguía y sigue surcando el mar, a pesar de tener el casco en un estado de ruina tal que permitía no sólo el paso del agua, sino también el de criaturas marinas como tortugas o tiburones. Alguno de los esclavos porteadores que capturaron en no sé qué archipiélago murió devorado por una sierpe de afilados dientes y extraños pedúnculos luminiscentes, hecho que provocó gran gozo en el capitán timorato, almirante para nada.

Es normal entre la oficialidad el sentir repugnancia por los seres inferiores que forman su tripulación. Naturalmente no es algo que yo, por mi carácter, tolere de buen grado. Por las noches, en la gélida humedad de mi hamaca, imagino penosas formas de muerte con las que restablecer la justicia social, y por lo general me quedo dormido cuando en mis ensoñaciones el comodoro es despellejado e introducido en un tonel lleno de ratas, cuya tapa se clava.

Bien.

He cambiado de opinión. En realidad esta alegoría náutica es más bien pobre y poco verosímil, máxime cuando el que escribe es un mesetario ignorante del mar y sus secreteces. Es claro para cualquiera que mi simbólico naufragio era en realidad desempleo, término abominable y odioso, que da a entender equívocamente que la sola razón de ser del ciudadano es estar empleado, siendo claro y evidente que trabajar es servir a los planes de gentuza inescrúpula cuyo único ánimo es el lucro y que serán sin duda culpables en un futuro próximo de la ruina de todo lo que vive. Tampoco el barco era otra cosa que la empresa compañía que llamó a mi casa para ofrecerme sucio dinero a cambio de preciosísimas e irrecuperables horas de mi vida. Caí, primo de mí, en un tocomocho cualquiera. Y sí, también esta empresa navega hundiéndose, y su oficial es timorato e idiota, y siente repugnancia por sus inferiores.

Pero lo de extirparse las gónadas con las tijeras del pescado era broma, claro. Sigo aliviándome en el retrete de cuando en cuando.

A lo que voy: tengo un bubón en la ingle. Creo que es por culpa de mi gata, el otro día jugando a depredarme me clavó una garra en la carne interna de mi nariz, llena como sabéis de vasos sanguíneos que conectan directamente con el cerebro. Cuando se fue diluyendo el agudo dolor, me asaltó la preocupación y mi gesto se tornó grave. Esa misma garra, que otrora me infectara de mixomatosis, era y es la que el animal usa para escarbar en la arena que le hace las veces de retrete. Era y es la misma con la que araña la mugrienta moqueta morada que cubre el suelo de mi hogar destartalado, la que hace meses que no limpio. Salta a la vista que no viviré mucho.

Es por ello que he decidido mandar a paseo mi empleo, me tiro por la borda, prefiero vagar náufrago, aferrado a un mohoso tablón, que donar los escasos días que me quedan para lucro de un vicioso al que ni siquiera conozco, que ni siquiera me conoce y que si lo hiciera se reiría de mí. Pero no me voy a ir sin más. Esta noche hay un cónclave preestreno al que he sido invitado, y al que acudirán todos los mandos y plebeyos que han tomado parte en un engendro que osan llamar película. Al pase me he negado a ir, pero no así al sucio tugurio donde después irán a hurgarse mutuamente los esfínteres con lujuriosa fruición. Allí tengo previsto ir armado con un martillo con el pienso dar muerte a los directores de la película, lo haré en el baño, a la manera sórdida, y allí les atraeré ofreciéndoles un saquillo de sal que haré pasar por cocaína.

Eso si no hago “plop”

lunes, 21 de abril de 2008

Un hombre de provecho

Los acontecimientos se han atropellado en su suceder, y sólo ahora tengo tiempo de recapitular. Después de aquel conato laboral en que conocí al magnífico ejemplar de envra joven, cuyo número por cierto aún conservo, no sé ni cómo acabé en un curso del paro, una vez más en pleno extrarradio. Pero allí tampoco duré, siendo la atmósfera sórdida y en extremo sospechosa, en cuanto me llamaron para emplearme en mi antigua empresa, aquella donde tuvo lugar mi sentencia de beca, acepté encantado, creyendo que acaso me esperaba un destino mejor, y en cualquier caso celebrando que por fin tendría algún tipo de ingreso. Soy famoso entre mis amistades por poseer un talento fuera de serie para el ahorro, y es que soy capaz de remendar hasta la más mugrienta y carpantesca de las botas con tal de llevarla un mes más, hago oídos sordos a las goteras de mi casa e ignoro con elegancia y saber estar los sietes de mis pantalones que dejan al descubierto mi ropa interior, cuando no mi genitalidad.

Habida cuenta de todo ello, se entenderá enseguida que en mis manos un sueldo mediocre se transforma como por ensalmo en una pequeña fortuna. Ropa nueva, coche nuevo, zapatos nuevos, cortes de pelo, operaciones bucodentales, gafas nuevas… ¡Pamplinas todo ello! Gastos perfectamente superfluos, engañabobos que sólo pueden hacer presa en víctimas potenciales del tocomocho; en suma: dispendios injustificados en los que un hombre cabal y juicioso no debe caer.

Pero el caso es que aún no he pensado qué salida dar a mi pequeño capital. Cuando lo tenga, claro, de momento, tras apenas dos semanas de trabajo, lo único que tengo es un depósito de gasolina vacío, una muñeca aquejada de microtraumatismos, por el ratón, y el sordo dolor que provoca en la espina dorsal una chepa incipiente. Y una jefa deseable, eso sí. Sabe bien el destino cómo embaucarme, pues no tolero orden alguna que no venga de una fémina apetecible. Alimento así un morbo extraño, y gusto al volver a casa de imaginalla vestida de cuero y agitando fusta cruel. Uno de los complementos con los que más me gusta fabular es la gorra visera de coronel nazi, gorra que por supuesto lleva ella, amén de toda serie de dildos y demás quincallería sexual con los que me somete a férrea coyunda.

Y así, al volver a casa cada día, me alivio en el retrete y me fumo un cigarrillo contento de haber llegado a ser, por fin, un hombre de provecho.

viernes, 18 de abril de 2008

Paciencia Infinita

Por diversos azares de la vida que no vienen al caso conseguí un empleo temporal, concretamente por tiempo de dos días, sábado y domingo a la sazón, desempeñando funciones de ordenanza en una biblioteca universitaria. Mis intentos de volver a trabajar como profesor particular habían sido un absoluto fracaso y sólo me proporcionaron magulladuras en la nariz, fruto del sonoro portazo con que las madres, asustadas de mi apariencia, ponían metal de por medio entre sus hijas y mi persona. ¡Y todo ello a pesar de que, siendo invierno, llevo mi pústula convenientemente oculta bajo el suéter! No acaba de ser ésta una solución convincente, toda vez que mi gata tiene a bien arañarme a traición, no sé por qué, las manos, que no quedan ocultas por el niki, y por tanto se muestran heridas por cicatrices purulentas en las que todo el mundo repara, pero sobre las que nadie pregunta. Y casi oigo el maquinar de su perversa y obesa imaginación, casi se me aparecen las imágenes que se figuran, y en las que me suponen truhán de turbio pasado, navaja fácil y amigo de trifulcas.

El trabajo era sencillo, y por eso complicado. Consistía en no hacer nada más que sentar en una silla durante varias horas, detrás de un mostrador. He conocido empleos sin duda más arduos, pero yo no soy persona que se esté quieta fácilmente, y menos presenciando el desfile de ninfas que entraban y salían continuamente de la biblioteca. Azorado, hube de aflojarme el cuello de la camisa numerosas veces, y me revolvía inquieto en el asiento, presa de violentos sofocos. Por si semejante suplicio no bastare, mi compañera era dignísimo ejemplar de envra joven, qué digo digno, magnífico. Estaba su belleza elevada a la enésima potencia y engranada a su hermosura, que deslumbraba tanto por su excelencia como por lo óptimo de sus rasgos. Y cuando dicho engranaje poníase en movimiento, uno quedaba como hipnotizado y apenas era capaz de balbucir unas cuantas estupideces. Empero, era su alma asaz bondadosa y alegre, y a todo respondía con una sonrisa.

No tardó en entrar en escena el amigo novio, un celoso perro que continuamente la interrogaba con modales bruscos y groseros, y la sometía a castigos cada vez que consideraba que había ella cometido una u otra falta. Sorprendíme de que ella consintiera tal conducta, siendo a todas luces evidente que, con un solo chasquear de sus dedos, tendría a su disposición todo un ejército de temperamentales seguidores que ejecutarían cualquier deseo suyo con devoción de “hassassin”. Lo achaqué a su carácter generoso, que como en tantos otros casos disuade al oprimido de levantarse contra quien le pisotea. Pero también a su tierna edad, pues era ella diez años menor que yo, hecho que por otra parte teníame conturbado. Afortunadamente, me decía, yo alcancé hace tiempo ya la fortaleza de carácter necesaria y suficiente para erguirme contra las injusticias que he de afrontar en mi camino; pero es cierto que no siempre fue así, y es que de joven fui débil y timorato, y dejéme atropellar por grandulones y aprovechados varios, amén de perder numerosas ocasiones de coito juvenil, lances éstos en los que habitualmente era sustituido por esos mismos grandulones y aprovechados varios. Ahora, y sonrío cada vez que lo recuerdo, ahora ya no. Ahora monto en cólera, ahora me indigno, me enfrento a matones y montoneros con el dedo enhiesto y la vena cava inflamada de ira justiciera, es mi brazo ejecutor implacable que barre a mis enemigos, como con el niño ese de los petardos.

Pero no esta vez. Quizá me debilitó el encantamiento a que su supremo olor me tenía sometido, quizá si me hubiera pedido ella socorro, pudiera haber acudido en su auxilio, pero cuando me quise dar cuenta era domingo y se despidieron de mí, no sin antes darme el amigo novio un impertinente apretón de manos. Lo que no sabía aquel imbécil, y es algo que me hace reír cada vez que lo recuerdo, es que mis manos estaban cubiertas de llagas y heridas infectadas por las garras de mi gata. ¡Seguramente se retuerce ahora en su lecho, entre sudores fríos, lívido y desencajado el rostro, presa de la mixomatosis!

jueves, 17 de abril de 2008

Resaca y hambre

Las innúmeras cervezas con que acompañé el dicho biftec produjéronme a la mañana siguiente resaca despiadada. He deducido tras haberlo observado en multitud de ocasiones que con el tiempo hay alguna parte del cerebro que se oxida o enreda, anudándose tal vez sobre sí misma y enmarañándose en demasía. Y al igual que la hiedra produce de continuo ramas, hojas y zarcillos, así el pensamiento y el discurrir nervioso se ramifican y retuercen en complejos arabescos que no tardan en sobrecargar el conjunto, haciendo que se hunda sobre sí mismo por su propio peso. Y si es la cruda y gélida hoja del hacha del jardinero quien hace poda masacre en la materia vegetal, así el alcohol, bebida espirituosa sobre todas, es quien con mimo de botánico inglés amputa las partes del mi cerebro que estorban su correcto funcionar. O lo detiene sin más, no estoy seguro. El caso es que, tumefacto el pensamiento por obra y merced de la purificadora resaca, salí hoy a la calle a hacer unas gestiones por mi barrio natal. Encontréme allí multitud de hembras deliciosas, que no abundan en el arrabal donde ha lugar mi vivienda, y caí pronto en la cuenta de que me estimulaban todas ellas por una sola razón: la lozanía de sus carnes y lo alocado de su indumentaria. Así es: no me gustan las mujeres: me gustan las jóvenas. Sus miradas atolondradas propias de los dieciseis años, sus medias de rayas, sus pelos estrafalarios y sobre todo su no haber puesto aún los pies en la tierra.

Descubrir esta gilipollez me produjo gran gozo, pues ya creía muerta mi libido, y me metí en el coche haciendo repaso de cuanto llevaba en los bolsillos: un chorizo de Cantimpalo, un cedé con un viejo videojuego FPS y una biografía de Nietzsche escrita por una dama que presumía de haber sido su amor inalcanzado y frustrante. Tres sórdidos objetos por los que me dejaría definir, sin duda. Volví a casa con la ventanilla bajada, a pesar de estar a primeros de enero, y con la resuelta intención de volver a dar clases particulares a domicilio.

Llegado ya a casa y tras la masturbación habitual, no supe qué más hacer. Mi televisor lleva meses estropeado y me niego a comprar uno nuevo, por otra parte mi radio ha demostrado no ser un sustituto aceptable, toda vez que lo único que retransmite son improperios y mamarrachadas. Así que una vez más hice repaso de las misteriosas anotaciones que hay desperdigadas por mi casas, garabateadas como ya he dicho por un bolígrafo azul. Persuadido de que estas incoherentes palabras encierran algún significado oculto, opté por ejecutar sobre ellas operaciones aritméticas de muy diversa índole, que ahora no recuerdo del todo bien. Quizá asigné a cada letra un número, hallé la suma total, lo dividí por el número de palabras, representé las ristras de números resultantes en un sistema de coordenadas, primero plano, y luego de 3, 4 y 5 dimensiones, hallé las razones trigonométricas de las figuras que de este modo se me aparecían, y finalmente obtuve una secuencia de cinco números más dos complementarios, lo que evidentemente era una secuencia de números de la lotería. El mensaje era claro: debía apostar todo mi dinero por esta combinación, y hacerlo sin pensar y cuanto antes, pues es del dominio público que la fortuna favorece a los audaces. De ello vengo, y si bien mi capital al completo no sumaba más de siete euros, tengo la satisfacción que emana de la inversión cabal y juiciosa, y el convencimiento inmutable de que en breve mi despropósita hazaña será recompensada.

miércoles, 16 de abril de 2008

Herodes

El intento de seppukku fue una bochornoso ejercicio de impotencia. El tal acero toledano demostró ser de factura deleznable, digno de figurar en el stock de un vendedor de crecepelo, y doblábase de manera harto cómica e inapropiada cuando lo intenté clavar en mi panza. Tanto el filo como la punta de dicho fierro resultaron ser romos cual tijera infantil, de manera que más me hubiera valido acometer el intento autolítico aguantando la respiración. Iracundo, salí a la calle empuñando el mandoble, dispuesto a conducir hasta Toledo y cantarle las cuarenta al charlatán que me lo vendiera, años atrás.

El primer obstáculo resultó ser mi memoria, pues hacía ya días que no cogía el coche y me era imposible recordar dónde lo había aparcado. Mientras deambulaba perdido por las calles en las que suelo dejar mi vehículo, mirando a mi alrededor en su busca, seguí sin querer ni darme cuenta a un grupo de infantes que se disponían a detonar unos petardos. Primero metieron un puñado en un vaso y tras encenderlo echaron a correr, y fue su carrera lo que llamó mi atención, no una explosión que finalmente no tuvo lugar. No tuvieron redaños de volver a por su defectuosa munición, temerosos de que explotara justo en el momento de recogerla, en lo que hubiera sido un arrebato de justicia poética que de seguro me habría hecho prorrumpir en sonoras risotadas a su costa.

Pronto me los crucé de nuevo, volviendo de una calle cortada a la que me había asomado en busca de mi coche. Me reconocieron, lo cual no suele ser difícil pues la imagen que proyecto posee una gran pregnancia, y andar empuñando un curvo acero toledano siempre subraya esta característica. Quizá sospecharan de mí y tomáranme por policía. Entonces se encontraban prestos a depositar una carga explosiva en el interior de una papelera, y al acercarme yo a ellos, buscando mi coche como ya he dicho, interrumpieron su tropelía y disimularon de modo lamentable. Uno de ellos incluso me puso gesto de mafioso, a pesar de que su físico prepúber y propenso a la obesidad le restaba toda autoridad imaginable. Lo risible de la situación me hizo dar grandes carcajadas en su cara, algo que irritóle en extremo y le llevó a darme una mala contestación. Ni por un momento pensé consentirlo, y para acallar su insolencia, descargué poderoso mandoble sobre la cabeza del impertinente que había dicho una palabra más alta que otra. Mi fierro justiciero demostró que sí podía ser dañino si se blandía con brío y energía, y para elevados fines. El bisoño desplomóse, no sé si cadáver, sobre la acera, y sus compadritos, haciendo gala de la más repugnante cobardía, echaron a correr en opuestas direcciones.

Pavoneándome por la acera continué mi paseo hasta dar por fin con mi coche. Pero el suceso habíame templado el humor, y en lugar de ir a Toledo me acerqué a un restaurant conocido y pedí un biftec.

viernes, 11 de abril de 2008

Seppuku

Hoy llego a la conclusión de que mi vida no tiene sentido ni rumbo ningunos. Mi desbocada y fogosa pasión sexual, la que otrora fuera mi único norte, ha decaído lamentablemente hasta apagarse de manera casi imperceptible. Ello se debe sin duda a mi larga exposición a las radiaciones del monitor del ordenador, y tal vez a una mala postura a la hora de sentarme. Perdido el rumbo, ya no tiene sentido continuar este vagamundear. No hace mucho intenté reengancharme a la vida nocturna urbana, en el más absoluto vano. Mi organismo repudia los diferentes licores, y caigo presa de furibundos catarros cada vez que fumo. Por descontado, me muevo en una completa incompetencia en el ámbito de la seducción, toda vez que regurgito los alcoholes que haya ingerido al dirigirme a cualquier doncella, al tiempo que pierdo el control de mis esfínteres y el juicio se me nubla de modo que simplemente emito unos estertores balbucientes y húmedos de espesa saliva. Considerado todo ello, he estimado oportuno ejecutar un seppukku ritual y poner fin a esta caótica y vana existencia. Para ello dispongo de un acero toledano, réplica del que una vez blandió Carlos Quinto. Apenas acabe de escribir estas palabras, me arrodillaré en el suelo de mi alcoba y rubricaré con sangre este mi lacónico y postrer testimonio. Dejo a otros las angustias y padecimientos de esta hueca vida de asno, convencido de que es imposible alcanzar la alegórica zanahoria que oscila ante la humana nariz.

¡He dicho!

P. S: Lego mis magras posesiones al Ejército de Salvación, a modo de póstumo sarcasmo. Hago excepción de mis juegos de Tente, los cuales habrán de ser embalados y facturados al señor embajador de Burkina Faso, quien deberá elaborar con ellos una construcción congruente y significativa, utilizando todas las piezas y antes de 48 horas. De no conseguirlo, encomiendo a mi casera la tarea de extirparle las gónadas a susodicho diplomático sirviéndose de unos cubiertos de picnic. Para ello dispondrá de un plazo que expirará el Miércoles de Ceniza del presente año. Caso de mostrarse incapaz, ya fuere por no disponer de instrumental apropiado o por exceso de escrúpulo, doy por saldadas las mensualidades que le adeudo y establezco por la presente que sea objeto de público escarnio y abucheo, hasta el fin de sus días o el advenimiento del Apocalipsis, lo que ocurra antes.

jueves, 10 de abril de 2008

Call of Durruty

Infinitamente superior es el nuevo juego que ocupa ahora mis horas, en el que encarno a un soldado ora soviético, ora inglés, ora americano. Afortunadamente es una versión italiana del juego, con lo cual todo el mundo parla cosí, independientemente de su nacionalidad. Para una más intensa vivencia, empleo como banda sonora un dueto de himnos a cual más belicoso: la versión de la pieza de Beethoven que aparece en la Naranja Mecánica, bellamente elaborada con sintetizadores, y el Duel of the Fates de la moderna guerra de las galaxias. Al lado de estas enardecedoras arengas musicales, la cabalgata de las Walkyrias wagneriana parece un amanerado tarareo de Brigitte Bardot, y me siento en verdad capaz de barrer al tercer Reich de un plumazo. Siendo justa la causa, pérfido el enemigo y épico el paisaje donde se desarrolla la acción, he superado los terrores nocturnos que el Doom me hacía padecer, e igualmente paso la vida recluido en mi habitáculo cilindro.

Una gata negra fáceme ahora compañía, y es en verdad bello animal, si bien dotado de muy predadores instintos. Sus juegos consisten en emboscarse bajo una silla o el mantel y saltar como negra heralda de la muerte sobre aquel objeto con el que atraigo su atención. He descubierto además que la mayor parte de los juguetes le resultan indiferentes, prefiriendo sobre todas las cosas morder la blanda carne de mi mano. Y me escandalizo sobremanera por lo sangriento de sus impulsos y juegos, para caer pronto en la cuenta de que no muy distintos son los míos, que se reducen a un simulador de guerra. Disparar, acechar emboscado, el rifle de francotirador es mi juguete favorito. Pero ¡no teman! En sociedad soy completamente inofensivo. Hoy mismo tengo una cita, una juerga drogadicta en casa de un recién emancipado amigo, y en verdad amigo de la infancia, de amplia sonrisa, rudo y viril, canalla y franco al mismo tiempo. Todo indica que debería ir, pero mis eremitas costumbres están ya muy arraigadas, y seguramente prefiera la compañía de mi gata y migo mismo a la de treintañeros solventes.

viernes, 4 de abril de 2008

Doom Doom Pacheco

Después de tres o cuatro días seguidos jugando al Doom, no pude más y salí a la calle a emborracharme. Ya había padecido arrebatos semejantes en mi tardoadolescencia, pero esta última vez ha sido decididamente peor. Como entonces, cada vez que cierro los ojos veo esos escenarios tenebrosos y sangrientos, opresivos. Nada de los amplios espacios abiertos y bien iluminados, ningún paisaje fantástico extraterrestre con los que me había ensoñado en las ediciones primera y segunda. Esta nueva y sofisticada tercera entrega había sucumbido al hiperrealismo que permite el desarrollo tecnológico, perdiendo cualquier rastro de componente lúdico y consistiendo únicamente en la vivencia de una intensa pesadilla, una oscuridad permanente que debe ser horadada con mi linterna, la linterna del personaje, la cual no puede empuñar al tiempo que empuña un arma, de modo que continuamente el jugador se ve sometido al pavoroso dilema de tener que escoger entre poder ver o poder defenderse, una defensa ciega, disparar metralla en todas direcciones, aterrado. Cierro los ojos y veo eso, caminando por mi casa tiendo a empuñar una linterna imaginaria en lugar de apretar los interruptores reales.

Seguramente también contribuye el hecho de que mi casa parece estar en perpetua penumbra y soledad. Sólo me acompañan un puñado de hojas de cuaderno cuadriculado en las que un boli azul escribió una vez algunas palabras. Para mayor esquizofrenia pienso en inglés, porque mi tele se ha roto y me he bajado un montón de series británicas. Ya no escribo más que estos desvaríos, ya no dibujo, no tomo fotos, no grabo, no fumo porros, no hay placer en nada de lo que hago. El suelo se ha esfumado bajo mis pies, y todo lo que hay debajo es un vacío que a cada día que pasa se vuelve más vertiginoso. Manoteo desesperado, a ciegas, sin linterna y desarmado, palpando en busca de algo a lo que aferrarme, pero todo se evapora como el humo apenas lo rozo.

Mi pústula, a pesar de que ya no me la toco, o quizá por eso, ha ennegrecido y parece una mancha, un pecado indefinido, desconocido e imposible de lavar. Creo oír ruidos y susurros en esta casa solitaria cuando estoy en mi cama por la noche, me cuesta dormir, lo cual es lógico porque ya no tengo ocupación alguna a la mañana siguiente.

Es aún peor escarbar en mi pasado en busca de algo a lo que agarrarse, porque nada de lo que encuentro me parece relevante y en cualquier caso ya no está. Sólo quiero gastar lo poco que tengo en emborracharme como un cerdo.

Por eso salgo a la calle.

¡Mentira! Me quedo y echo otra partida.