lunes, 22 de septiembre de 2008

Libre Mercado

Al amanecer arribé desfallecido a las costas de una de las islas de aqueste archipiélago al que me refiriera el otro día. Rebocéme croqueto sobre la fina arena de esa playa y yací al sol por un tiempo, en duermevela. Apenas me repuse colegí que lo más sensato sería explorar aquella ínsula, así que me puse en pie, sacudí los barros de mi ropa y me soné, expulsando a un cangrejo ermitaño que había hecho habitación de mis narices durante esta breve siesta.

Caminé por la costa lo que me parecieron varios kilómetros, sin atreverme a entrar en la frondosa selva por miedo a perderme. Era ésta jungla frondosa y ubérrima, pródiga en musgos y vegetaciones, y parecía albergar todo tipo de vida, pues en la distancia oía continuamente cacareos de aves exóticas y aullidos de simio, cual si un animalesco y acalorado debate sacudiera de continuo aquel lugar.

Al doblar un cabo, mostróse ante mí el bello espectáculo natural que adorna toda agencia de viajes que se precie: una amplia bahía de aguas calmas y turquesas, sobre cuyas blancas arenas se inclinaban las palmeras, prestas sus hojas a dar sombra, a aguantar hamacas sus troncos, y a absorber orines sus raíces. Playa de blancas arenas que, todo sea dicho, habíase visto invadidas por una zodiac pilotada, era de suponer, por una recua de turistas cuyos restos yacían al sol en torno a una fogata. Allí un grupo de indígenas asaba sus extremidades y las engullía con gran fruición.

Me acerqué sonriente y con los brazos abiertos a este grupo de caníbales y dándoles la mano efusivamente me presenté, sabedor de que estas gentes se cuentan entre las más nobles y honestas de la Tierra toda. En contra de la creencia popular, el canibalismo bien entendido constituye una suprema aceptación de la auténtica naturaleza humana, esto es, de la naturaleza animal. Hay quien, aduciendo toda suerte de vacuos argumentos, prefiere no comer seres de otras especies similares a la nuestra y encuentra inmoral dicha ingesta. Sin embargo, quienes siguen tal doctrina no demuestran reparo alguno en devorar vegetales indefensos, que no han hecho jamás mal a nadie, antes bien, se han dejado esclavizar por nuestras agriculturas, procurándonos aún así todo tipo de fármacos y substancias ociosas.

En cambio, el caníbal no se cree superior a ningún otro ser, animal, vegetal o mineral, y acepta su destino, ora comensal, ora pitanza, pues se sabe inmerso en un sórdido sistema en el cual la vida se devora a sí misma con el fin de seguir viva y porque sí. O, si se es creyente, para mayor regocijo del Altísimo Hideputa, artífice ingeniero de tan cruel juego sinsentido.

Exponiendo estos sofisticados e irrefutables argumentos no les quedó más remedio que aceptarme como amigo, tras lo cual me condujeron a través de la floresta hasta su aldea. Estaba la misma compuesta de chozas rudimentarias, que al parecer debían ser reconstruidas después de cada monzón. No era ésta tarea ardua, máxime si consideramos que en su día a día no se dedicaban a ocupación alguna, salvedad hecha, eso sí, del intenso fornicio. Era ésta una tarea del todo necesaria en su sociedad, puesto que a excepción de aquellos grupos de turistas que arribaban ocasionalmente a sus costas y algún que otro mono que cazaban por deporte, no tenían más opción que devorar a sus propias criaturas, o cuando la demografía así lo aconsejaba, a los más ancianos. En general, al que opusiera menos resistencia.

Maravillado por aquel magnífico ejemplo de equilibrio sistémico, autorregulación y no interferencia en el entorno, creí haber llegado al Paraíso, y al punto me dediqué con todas mis fuerzas al carnal ayuntamiento, deseoso de convertirme en un miembro productivo de la comunidad.

Así fue hasta una noche de luna llena en la que, exhausto tras haber yacido con ocho muchachas, me tumbé en la intimidad de mi choza. Sin embargo, no concilié el sueño con la facilidad habitual. Y es que habíame parecido que, durante la cacería de la mañana, uno de los hombres de la tribu me había mirado con recelo y cierta hosquedad cuando le conminé a sujetar su arco con propiedad y arreglo a las buenas costumbres, toda vez que así mejoraría su precisión en el tiro. Sin duda los bofetones y puntapiés con que acompañé esta admonición no le resultaron agradables en su momento, pero la finalidad de los mismos era que la lección arraigase con fuerza, lo cual compensa a todas luces el dolor y los moratones, como convendrá conmigo cualquier experto en docencia.

Preocupado por este incidente, no conseguía dormir con la placidez habitual. Mi inquietud no pudo sino acrecentarse cuando oí el sonido de pasos sobre el sendero que lleva a mi choza. Silenciosamente salí del camastro de paja que hacía las veces de catre, y aferré el pringoso mango de la rudimentaria cachiporra con la que, en ocasiones, me hago masajes prostáticos.

Sin duda alguien se acercaba, y de un modo que parecióme furtivo. Desde las tinieblas de mi caseto escruté las sombras de la selva, agujereadas por la luz azul de la luna llena. Ahí había alguien, sin duda. Una silueta avanzaba entre los helechos, sendero arriba. Con el corazón aporreando mi pecho, pidiendo a gritos salir, resolví esperar a que esta figura cruzara la entrada de mi tosca morada y entonces ¡pum! darle matarile.

Así fue, sin más. Apenas asomó su cráneo se lo quebré como un coco. Resultó ser efectivamente el tipo de la tribu a quien hubiera amonestado esa misma mañana, quien sin duda se proponía atacarme durante la noche y dar buena cuenta de mí. Por el arco roto que portaba en sus manos, otro hubiera deducido que en realidad acudía a mí para que se lo arreglase, pero yo no me caracterizo precisamente por mi tendencia al arrepentimiento y la rectificación, actitudes que encuentro en extremo melindrosas y propias de pusilánime.

A la mañana siguiente ofrecí su cadáver a los miembros de la tribu, quienes aplaudieron la abundante cantidad de carne joven que les había proporcionado. Era yo un héroe en la aldea, y como tal se me trataba. Salvo los hermanos del tipo a quien matare, que fingían alegría, sí, de una manera perfecta además, pero yo sé que en su interior albergaban instintos revanchistas. Por ello, en la siguiente cacería tuve el buen tino de situarme en retaguardia y asaetear sus nucas, aduciendo después que se habían interpuesto en la trayectoria de mis flechas.

Nuevos vítores y aplausos estallaron cuando la mermada partida de caza llegó a la aldea, puesto que aún no habían dado cuenta de la carne de mi primera víctima cuando les proveía de dos cuerpos adultos más. Aquello era un festín al que no estaban acostumbrados, es por ello que me erigieron sin dudar jefe de la tribu. Primero, claro está, tuve que explicarles el concepto de jerarquía, pues no existía nada parecido en su primitiva sociedad. Lo entendieron sin embargo enseguida, pues mi habilidad a la hora de proveer de comida a la aldea no se podía achacar sino a una superioridad innata.

Mi nueva posición empezó a provocar suspicacias a mi alrededor. No manifestadas, claro, pero gracias a mi experiencia en el barco hundiente sé distinguir muy bien la verdad de la mentira, y no se me engaña con facilidad. No me costó por tanto imaginar que detrás de sus francas sonrisas, alegres carcajadas y cariñosos abrazos se escondían aviesas y magnicidas intenciones. Es por ello que mandé azotar de forma preventiva a todos los miembros de la aldea, de manera que unos y otros se turnaran a la hora de propinar y recibir estacazos. Era un buen modo de tenerles ocupados y alejados de cualquier maquinación usurpatoria, toda vez que la primera ronda de estacazos motivaba sobremanera al individuo que, en la siguiente ronda, habría de devolver la paliza a su verdugo. Y así sucesivamente.

Pero apenas llevaban cinco rondas, tuve una ocurrencia magistral: resolví ejecutar a todos los hombres de la tribu, de manera que al quedar yo como único fecundador posible, mi supervivencia sería para las mujeres una prioridad máxima, y me someterían a todo tipo de cuidados por el interés de la tribu, sin tener yo que preocuparme de intrigas palaciegas y sórdidas conspiraciones.

Esto me obligó, empero, a redoblar mis faenas fornicatorias. Qué digo redoblar, triplicar, decuplicar incluso. Llegó un momento en que sólo me mantuvo firme mi compromiso para con la comunidad ¡Un héroe! Ése era yo, mártir inmolado en el altar de Venus. Debo decir que en todo momento acepté gustoso mi sacrificado destino, pero llegó un punto en el que por más ardor patriótico que puse no hubo nada que hacer. No tardé en tomar una nueva y genial medida: ejecutaría a la mitad de la tribu para mantener a la otra mitad ¡Eureka una vez más!

Mi idea funcionó, pero sólo por un tiempo. Una a una me vi obligado a ejecutar a las miembras de la tribu, para quedar finalmente yo solo, devorando los restos de la última mujer en un postrero festín bastante aburrido, debo confesar.

Así estaba yo. Otra vez muerto del asco, unos cuantos kilos más gordo y sin nada que hacer. Es por ello que me resigné a mi destino y abandoné la infausta aldea, tomando el camino de la bahía aquella donde, en efecto, aún yacía la zodiac, desvaída la color por la prolongada exposición al sol, y cubierta por una costra de moho y salitre.

Me dispongo a arrancar su motor y hacerme a la mar en busca del barco hundiente, único navío que surca estas aguas infectas. Antes de ello introduciré este manuscrito en una botella, la sellaré y la arrojaré al mar para que, si no sobrevivo a mi periplo, quede igualmente constancia de los aciagos hechos que en esta isla acontecieron.

He demostrado que, después de todo y aún habiéndome rebelado durante largas décadas, la civilización finalmente ha hecho de mí un tirano, y ya no queda nada en mi interior del buen salvaje que pude ser, pues no veo en mis semejantes otra cosa que esclavos o carne de cañón, olvidando lo que por nacimiento todos y cada uno somos: hermanos comestibles.