jueves, 25 de septiembre de 2008

Inficción

Ojalá tuviera un traje de realidad virtual. Aquello sí era ocio. O debía serlo, claro, yo no llegué a probar jamás ninguno. Pero qué privilegio debió ser para aquellos pocos afortunados poder ejercitar el cuerpo, con todas las posibilidades que ofrece este mundo que hay al otro lado de la pantalla, donde todos los parámetros pueden ser modificados, y puede uno saltar ocho metros hacia arriba, gatear por el techo o incluso echar a volar como un cohete. Sin tener que dar los pesados, esforzados pasos con los que debe uno caminar hasta su coche.

Parece ser que eran perjudiciales para la salud mental, estos trajes. No se comprende que, en una sociedad avanzada como la nuestra donde las libertades y derechos de cada ciudadano se respetan y todos sus deseos se ven satisfechos, haya progresos tecnológicos prohibidos. ¿Qué importan los desajustes de conducta al volver a la realidad? Desajustes del todo comprensibles por otra parte: la realidad natural es defectuosa. Y frustrante. Cuanto menos se pase por ella, mejor. Ojalá tuviera la suerte de trabajar desde mi dormitorio. Pero no. No hice bien los planes cuando debí, de hecho no hice plan alguno, y por eso no he podido conseguir más que este empleo mediocre que me obliga a desplazarme en coche hasta la oficina. Insisto: la realidad natural es defectuosa. Uno aprende después, cuando necesita saber antes. Esto no ocurre en el ocio, donde se pueden guardar los progresos, tantear las siguientes estrategias, y volver a empezar conociéndose ya el terreno. El ser humano es mucho más eficiente así. Está pensado para ser así.

Me han dicho que hay un truco para usurparle el puesto a uno de estos suertudos que trabajan desde su dormitorio, a través de pantallas y teclados como éstos. Hago buscar a mi personaje pero no logro encontrarlo. He probado mil maneras. He seguido a algunos durante varios días, he asaltado sus casas, tras múltiples intentos en los que me mataban, y cuando por fin lograba yo estrangularles en su cama, nada cambiaba. Ni aún poniéndome su ropa y yendo a trabajar a su oficina a la mañana siguiente. Nada. Mi barra de crédito sigue igual. Es verdad que no hay modo de distinguir, de entre los demás personajes, cuáles son sólo jugadores nocturnos como yo y cuáles son permanentes. Pero se supone que, si hubiera conseguido hacerme permanente, la barra de crédito del juego se sumaría a mi propia barra de crédito. Y demonios, tendría un montón.

Tampoco es que me falte crédito en el día a día, el mío, digo, no el del personaje. Soy un gran ahorrador. Hay quien despilfarra su crédito hinchándose a comer o conduciendo de manera agresiva, pero eso está penalizado, lógicamente. Cuanto menos crédito tengas, más te cobran por todo. Es de cajón. Después de todo, las entidades cuidan de este crédito que tanto nos cuesta ganar. Si no, habríamos de volver a la época en que se utilizaban frágiles billetes de papel quebradizo y deleznable, o monedas diminutas que se perdían a cientos por los huecos del sofá. Además de vernos obligados a contar en cifras, en lugar de orientarnos por la longitud de nuestra barra de crédito, que con un simple vistazo nos da una idea de cuánto tenemos.

Lo que sí se puede, en cambio, es comprar crédito para tu personaje con el tuyo propio. Basta con que el personaje se acerque a una sucursal y haga una sencilla transferencia. La propia entidad se encarga de convertir el crédito real en crédito imaginario, sin ningún coste. Y el crédito imaginario sirve, como todo el mundo sabe, para comprar todo tipo de productos imaginarios que enriquecen la experiencia del ocio. De hecho, mi personaje sí tiene un traje de realidad virtual.

En cuanto al crédito, yo prefiero guardarlo, de todos modos. Tengo ese carácter. Así puedo conducir mi coche sin miedo a quedarme tirado con el depósito seco. Es verdad, me gusta conducir manualmente, ver las hileras de luces avanzando en armonía, cientos de miles de coches, todos a una. Me extrañó cuando el otro día al volver del trabajo decidí tomar un desvío y el volante no me dejó. Deduje que el conmutador de conducción manual estaría roto, porque aunque lo pulsé una y otra vez, el coche seguía avanzando solo por la ruta habitual. Al llegar a casa, en el garaje, y siguiendo un impulso más propio de mi personaje que de mí mismo, hice saltar la carcasa del conmutador para ver si era capaz de encontrar la avería. Se desprendió sin apenas esfuerzo, descubriéndose hueca. Un simple adorno. Odié el conmutador y odié también mi dedo índice, que durante todo este tiempo me había hecho sentir esa fraudulenta sensación de libertad. Lo digo y lo repito: la realidad natural es defectuosa.

Esta noche mi personaje ha ido a ver una película bastante interesante. Eso comentaban los demás al salir del cine, yo no he podido concentrarme. No podía dejar de pensar en que al día siguiente sería jueves, el día en que mi personaje se ve con la mujer casada de la que está enamorado. Incluso me ha costado dormir, pero esta mañana me he despertado con la mejilla aplastada sobre el teclado, mis babas impregnadas sobre la barra espaciadora, y he ido a trabajar ansioso porque pase la jornada. Las rodillas temblando, cuando he vuelto a mi dormitorio y he encendido el monitor. El corazón rebotándome en el pecho mientras mi personaje merodea por el barrio de la mujer casada, salta la verja de su urbanización, trepa de terraza en terraza por la fachada hasta el quinto piso y se cuela por la ventana, donde ella le espera, desnuda y excitada.

Lo digo y lo repito: ojalá tuviera un traje de realidad virtual. Aquello sí que era ocio.