martes, 24 de junio de 2008

Cocido Banzai

Cocido, en esta puta caldera de ciudad. Cocido madrileño, carne roja e hinchada, piel blanca, escocida y sudorosa, que desnudo apenas piso la mugrienta moqueta morada de mi destartalado hogar.

Y me rasco con furia los eczemas de la ingle, que palpitan hinchados, amoratados como si fueran piel de glande, hasta que sangran de mis uñas, y la furiosa comezón que me obligaba a arañarme cada vez más se rompe en esquirlas de dolor, agudo y acre, inconfundible.

Y aporreo las teclas, en vano, porque lo que quisiera es liarme a martillazos con las palabras que se burlan de mí tras la pantalla, cristal blindado, ametrallarlas, abatirlas, asesinarlas. Despedazarlas a hachazos o patadas, joderlas por la o de culo, la a de oreja. Abofetearlas, tirano y a la vez esclavo de estas cadenas de letras.

Jamás me confundí con ese personaje Bubón, sin Don (ni son) Si acaso se confundió él conmigo. Vampiriza mi vida, me roba los recuerdos, los registra y me obliga a redactarlos, biógrafo clandestino encerrado para siempre en mi mazmorra hogar, encadenado al teclado, soy el negro de Bubón, lo negro de la pústula.

No quiero una aburrida novia, no quiero hacer el amor, sino la guerra, mi guerra, mein kampf particular para partir el mundo en dos de un solo golpe kung fú.

Negro de mi personaje, pie de mi acelerador. Las ruedas y su inercia, apenas miro en los pasos de cebra y por eso este calor asqueroso de domingo, la familia enseñando las carnes, la señora zafia y flacucha, algunos la verían guapa pero yo sé que es inmunda, los niños asustados de sus padres más que de mi parachoques. Ahiva de ahí, que no le ves, A ver si miramos, ¡Idiota! Y me escupe el padre la colilla que fumaba, entra en mi coche por la ventanilla abierta, qué calor, se me pone cara de tonto, ni quiero ni puedo pensar, no tengo por qué estar alerta y predador, no en domingo.

Por eso sigo mi búsqueda de aparcamiento, sin acabar de encajar el insulto, pero buscando el bien que por mal vino recojo la colilla de la alfombrilla derecha, calmando así el mono de todo un día sin nicotina.
Providencia del señor, su tabaco, gracias, y por poco su hostia, que ya he dicho que es domingo. Y juega españa, ese equipo de fútbol. Cualquier excusa es buena y la tarde perfecta para un linchamiento: ¡Pederasta! ¡Nanisecs!

No sé de qué me hablan. No tengo tele. Gentuza vocinglera, imbéciles mamotretos, qué calor, no aguanto más este cocido de asfalto. Mi disfraz de ciudadano se me ha pegado a la piel, por el sudor, está enraizando el jihoputa, no me lo puedo quitar. Necesito su dinero, mi aburrimiento, esa pira funeraria en la que se carbonizan mis horas, calor y toses.

Con este bochorno infame no puedo dormir. Paso la noche amartillando mi coche, ni siquiera de madrugada afloja este imperio de fuego, sudo encima del capó, atesto el maletero y los asientos de atrás con botes de 5, 10 y 20 litros de disolventes explosivos y pólvora casera. Erizo la carrocería de pinchos que son verjas arrancadas, me cuelo furtivo en el trastero paterno y robo su motosierra, cojo de una obra cercana a mi casa un mazo de 8 kilos y con gran esfuerzo rompo todos mis cristales para notar en la cara el viento paposo de mi última carrera. Aire caldoso en efecto, pesado y dulzón, calima, apestoso aliento sahariano. El cielo lleno de nubes, polvo, humo, vapor o yo qué sé relampaguea como una bombilla, rayos impotentes, timoratos, no se atreven a atacar el asfalto siseante, se agusanan sobre sí mismos dentro de su nube como un pelo que en lugar de brotar enquista.

Por si me falla el valor, que ya me sé cobarde, incrusto un grueso taco de madera bajo el pedal del freno. Arranco, revoluciono a tope y enfilo calle abajo, será el partido pero no hay ni un solo coche. Ni puta falta que hace: no pudiendo frenar y habiendo pisado a fondo el acelerador, en la primera curva se me va de atrás, por poco vuelco, me esmorro contra una farola y exploto.

Los vapores chisporroteantes del disolvente que arde en el asiento de atrás son harto picantes y alucinógenos seguro, la tapicería y el metal crepitan, su piel de pintura se arruga y renegrece descubriendo el robótico esqueleto. Cuando ya creo estar yéndome, golpes sobre el capó, como si llovieran peces, pero no, son gruesas gotas de lluvia que por fin se anima a caer, divino bukkake, siseando sobre mi fuego verdoso y haciendo chasco de mi espíritu banzai.