jueves, 22 de mayo de 2008

Limpiezas Madrileñas

Volviendo de mi esclavismo he tenido un encuentro que me ha llenado de gozo: ya cogida la M-40, a la altura del paso elevado donde suele haber un par de chiquillos que con gran leticia se dedican a arrojar gruesos peñascos a los coches que bajo ellos pasan, y habiendo sorteado con gran agilidad el gravoso adoquín que a mí me dedicaron, di de bruces contra el culo de una furgoneta decorada de modo asaz peculiar:

En la portezuela trasera izquierda rezaba: INSPECCIÓN DE TUBULARES POR CIRCUITO CERRADO DE TELEVISIÓN mientras que en la derecha había a modo de ilustración una sobrecogedora imagen: el interior de una inmunda cloaca, que a lo lejos adivinábase reventada, y que en su fondo albergaba el fluir de lo que parecía ser un viscoso y sanguinolento mucílago. Maravillado por lo atrevido de semejante publicidad, me vi en la obligación de apretar el acelerador para ponerme a su altura, y así leer el rótulo que adornaba el furgonetesco lateral: Limpiezas Madrileñas S. L. Y bajo ello un teléfono que con gran peligro para mi vida y la de otros logré apuntar en uno de los klínex que llevo en mi churretoso salpicadero. Llevóme varios minutos colegir que la actividad desta organización, seguramente gobernada por hampones, no era otra que la bella arte de la pocería. Ahora, naturalmente, no sé qué hacer, puesto que en mi destartalado hogar no hay que yo sepa tubular alguno que inspeccionar y me es necesario ver en acción a estos profesionales del hozar en fangos y estercoleros, cuyo fetichismo escatológico y audiovisual es sin duda digno de pública exhibición. ¿Cuántas sorpresas y maravillas no habrá por descubrir en dentro de cañerías atascadas, cloacas inundadas, turbios túneles y galerismos en general?

Las mismas que no siendo aceptadas a ras de suelo se ven obligadas a esconder su prodigiosa naturaleza y grotesca aberrancía donde nunca da el sol y siempre huele raro. Si yo mismo sufro al tener que disfrazarme de ciudadano cuando salgo a la calle, y se me tilda de insensato cada vez que muestro mi miembro en público ¿cuántos grotescos y bastardos prodigios no se habrán visto obligados a exiliarse en el subsuelo? No hay que olvidar que Naturaleza repudia la normalidad y la homogenia y, lo prueban las cifras, engendra cada vez mayor número de inadaptados llamados a luchar por su vida en las calles de este mohoso Leviatán, infección del espíritu llamada ciudad.

Descolgué el teléfono de mi mesa de esclavo, aprovechando que la mi jefa sigue aparcada en el mercado francés, ya sin voz de tanto berrear las bondades de su producto. Dicho sea de paso que esta coyuntura me es en extremo propicia, por cuanto siempre he gustado de sobarme los bubones y no hacer cosa productiva alguna. Tan es así que el porcentaje de mi jornada que dedico a ver blogs y hurgar por internet ha alcanzado niveles bochornosos, sin que ello haya tenido consecuencia alguna ni escarmiento sobre mi persona. Lo cual no es sino señal inequívoca de que el Altísimo respalda mi actitud y mi desprecio por Su obra en general y por el pitorreo que es mi vida en particular.

El caso es que he marcado el número de Limpiezas Madrileñas S. L. y he dado la dirección de mi lugar de esclavismo. Cargué todo a nombre de uno de los miembros de la tripulación de quien no sé si he hablado, un alcóholico y cargante facha bastante amariconado.

El plumífero patriota gusta de trasegar pacharanes después de cada comida, y es gran amigo de dar voces cazalleras e impertinentes. Es individuo por lo general molesto y de incómodo trato, pernicioso ejemplo para una mente fácilmente manipulable como la mía. No sé si me tiene por amigo o alberga sórdidas intenciones, nunca se sabe con esta gente del cine.

El caso es que sólo se enterará del mochuelo que le he cargado cuando alguien le exija que explique un gasto fechado el 22 de Mayo de 2008, bajo el concepto Inspección de Tubulares por Circuito Cerrado de Televisión. Tuve la prudencia de organizarlo de forma que cuando por fin llegó la misma furgoneta que yo viera el día anterior, los tres individuos y los artefactos que de ella salieron se ofrecían cómodamente a mi vista, por lo que me dediqué a observalles, apretadas las fosas nasales contra el cristal de la ventana.

Tomaron la tapa de alcantarilla que había en medio de la calzada, precintando la zona, abrieron la trasera de la furgoneta y desplegaron un curioso artefacto, un “Robot acuatico con inclinometro, zoom y cabezal giratorio de 120 grados”, autómata con ruedas que demostró ser ágil y de gráciles derrapes cuando sirviéndose de un mando a distancia lo corrieron por la calle haciendo ochos entre las farolas. No tardaron en recobrar la cordura y con grave semblante se calzaron unos monos de grueso plástico amarillo y máscaras antigás, para proceder al descuelgue del robot cloaca abajo.

Cuando ya estaba convencido de que aquel espectáculo era un fraude, el cable y el cabo que les unían con el explorador autómata dieron tirón harto sospechoso, a causa del cual el operario que sujetare este cordón fue arrastrado cloaca abajo. El espanto de sus compañeros era comprensible, toda vez que un enorme y viscoso tentáculo negro emergió garrudo y constrictor para llevarse consigo a los otros dos, por más que se resistieron al atascarse tanta masa cárnica en el orificio de la alcantarilla.

Me detuve a considerar que quizá estaba empezando a pagar la factura de las drogas, y para cerciorarme volví a mi mesa, dudé un rato, y por fin descolgué el teléfono para pedir una romana con anchoas y una cerveza, que me saldrán gratis si el repartidor no tarda más de treinta minutos en caer en la trampa.