viernes, 25 de abril de 2008

Uno de tantos

La mañana siguiente me la pasé en internet, buscando a ver si me topaba por casualidad con algún grupúsculo de cenacularios que se dedicaran a subversiones o disidencias varias. Siempre he tenido debilidad por estas logias y contubernios que brotan por todas partes, pústulas del mundo que abogan por el suicidio masivo desde Jonestown hasta Waco, con las que me hermana la negación de la verdad establecida y una cierta afinidad por las elucubraciones paranoides.

De hecho, no hace mucho intenté fundar una de esas sectas, con pésimo resultado. Partí de esta premisa: no hay en el Universo ninguna civilización extraterrestre que vaya a acudir a nuestro rescate, y como de todos modos el fin del mundo está cerca (apocalíptico axioma que no debe faltar en el ideario de ninguna secta que se precie de serlo) es necesario por tanto tomar la iniciativa y construir por nuestra cuenta una nave nodriza con la que escapar de esta cafetera que llamamos planeta, para desde los espacios astrónomos enseñar el dedo de en medio a los que quedaren en tierra.

No me fue mal al principio, logré de hecho amasar una pequeña fortuna en subvenciones, pero debido a la proverbial catetez que tradicionalmente ha caracterizado al íbero medio, me fue imposible encontrar entre mis compatriotas a un científico al que secuestrar, para forzarle después a construir tal nave. Mientras buscaba personal cualificado en las bárbaras tierras germanas, se me pasó el plazo, perdí las subvenciones y me expropiaron el valle donde había previsto construir el zigurat que haría las veces de plataforma de lanzamiento. País de moros…

El caso es que como es habitual no he encontrado ninguna revelación en los éteres virtuales. Que dicho sea de paso y según mi opinión, jamás llegarán a concretarse en el Cerebro Mundial que podrían ser si alguien diera un puñetazo en la mesa y se decidiera a tomar sus riendas. Lo de siempre como digo, así que bajé a comer con mis coesclavos, compañeros de trabajo, el resto de la tripulación, vaya, por volver a la alegoría náutica.

En el mugriento mesón donde hicimos fonda ya conocían a uno de nos, cabeza visible por su vozarrón cazallero y su costumbre de dejar propinas generosas. Y por trasegar pacharán tras pacharán a diario después de cada comida. Al parecer, eso le daba derecho a lanzar guiños cómplices a una de las camareras, con la que se mostraba luego zalamero y untuoso.

Siempre que me veo formando parte de esta u otra tripulación mi estrategia es clara: sentarme en un rincón arrebujado en mi capa, fumar de una larga pipa artesanal y taparme un ojo con un sucio vendaje para que me tomen por pirata mal encarado y me dejen en paz. Se me viene a las mientes ahora que ésta es conducta opuesta a la que manifestaba durante mi vida náufraga, cuando me conducía con brío y energía, atropellando a cualquiera que se cruzase en mi camino y olisqueando grupas femeninas por doquier. De esto se extrae una conclusión mil veces repetida: ser siervo es dejar de ser y suspenderse, en espera quizá de una feliz jubilación.

Se me viene a las mientes ahora y se me venía entonces, y me repetía para calmarme que en breve volvería a la gélida y puta calle, que en cuanto mis compañeros volvieran la vista acapararía cuantas riquezas cupieran en mis brazos en jarras y saltaría por la borda, y si me hundiera, mejor, pues de siempre se me ha dado peor nadar en superficie que caminar por el fondo.

Al final me liaron y acabé aguantando sórdidas confidencias frente a un agrio gin tonic que me soltó la lengua, y no sé qué les dije ni qué lastimoso bulo conté, pero desde entonces les odio más y me miran raro.