miércoles, 23 de abril de 2008

Singularidad espacio-temporal

El temido momento ha llegado. El letrerío anterior llevaba meses escrito y agusanando en un cajón, hasta que por no aguantar su peste infame decidí que había de secretar por este desagüe virtual el pus de mi alma corrupta, por razones de higiene y salubridad de espíritu. Pero apenas empecé con ello, me asaltó el temor primigenio a que en el instante en que la narración alcanzase por fin el momento presente, el espacio y el tiempo se harían ñudo y mi existencia acabaría como la de un globo cuando es pinchado: hace “plop” y desvela que sólo estaba lleno de aire.

En cuanto apriete “publicar” lo sabré, pero ¿sabrá Bloggherr que su inocente botón es el gatillo de mi ruleta rusa? Lo dudo, y si supieran que lo usan desaprensivos amigos del vudú como yo, harían goyesca penitencia y se enterrarían hasta las rodillas para matarse entre sí a garrotazos.

De momento, más me vale hacer repaso de lo que ha pasado en mi nueva vida de hombre de provecho.

El barco que me rescató de mi vida de parado náufrago resultó ser de esclavos y además estar hundiéndose. Su tripulación, anormalmente reducida después de la primera espantada de ratas, consistía y aún consiste en un puñado de marineros descreídos, alcohólicos y muy dados a insanas coyundas. Pero no sólo trafican con su cuerpo, su bodega está repleta de latas de película que al parecer deben y debo vender en algún puerto, si bien no muestran esperanza alguna a este respecto, ni siquiera interés en acercarse a tierra firme. Son éstos títulos infames, por los que he aprendido las arteras maniobras que gobiernan el proceso de elaboración de un film, y que nada tienen que ver con la búsqueda de la verdad o la belleza que al arte se le supone. En ningún caso, repito, en ningún caso debe tenerse a esta gentuza del cine por hartistas, pues todo lo que hacen no es más que una sucia treta para arroparse en la aureola mística que da el ver la propia imagen en una pantalla, agigantada hasta adquirir proporciones divinas, y aprovechar lo alto de su pedestal para masturbarse y eyacular sobre la plebe.

Al mes escaso de ser reclutado, comprendí que mi jefa sólo me daba a oler su chocho eczematoso para retirarlo después, quedando yo aturdido y con un nuevo montón de tareas entre manos. Así es la naturaleza mercantil, que nada respeta y de todo hace comercio. He sido testigo de infames transacciones, he visto vender hijos, comprar órganos internos, y hasta subastar la honra de una virgen. Para escapar de este círculo tormentoso y hacerme inmune a tanta ansia de glamúr y sexo vano, me he extirpado las gónadas con las tijeras del pescado. Desde entonces las tentaciones de la carne no hacen mella en mí.

El capitán de estos indeseables era y es el peor de todos. Un tipo untuoso y larguirucho, un perfecto cretino, un hombre de paja, bobo lugarteniente del patrón que allá lejos se enriquece a nuestra costa, en una isla de su propiedad. Nada hay peor que un comandante timorato y simplón, que a todo responda con una ráfaga de sísísísís, para ignorar completamente lo que fuera que se le dice. Por eso la nave seguía y sigue surcando el mar, a pesar de tener el casco en un estado de ruina tal que permitía no sólo el paso del agua, sino también el de criaturas marinas como tortugas o tiburones. Alguno de los esclavos porteadores que capturaron en no sé qué archipiélago murió devorado por una sierpe de afilados dientes y extraños pedúnculos luminiscentes, hecho que provocó gran gozo en el capitán timorato, almirante para nada.

Es normal entre la oficialidad el sentir repugnancia por los seres inferiores que forman su tripulación. Naturalmente no es algo que yo, por mi carácter, tolere de buen grado. Por las noches, en la gélida humedad de mi hamaca, imagino penosas formas de muerte con las que restablecer la justicia social, y por lo general me quedo dormido cuando en mis ensoñaciones el comodoro es despellejado e introducido en un tonel lleno de ratas, cuya tapa se clava.

Bien.

He cambiado de opinión. En realidad esta alegoría náutica es más bien pobre y poco verosímil, máxime cuando el que escribe es un mesetario ignorante del mar y sus secreteces. Es claro para cualquiera que mi simbólico naufragio era en realidad desempleo, término abominable y odioso, que da a entender equívocamente que la sola razón de ser del ciudadano es estar empleado, siendo claro y evidente que trabajar es servir a los planes de gentuza inescrúpula cuyo único ánimo es el lucro y que serán sin duda culpables en un futuro próximo de la ruina de todo lo que vive. Tampoco el barco era otra cosa que la empresa compañía que llamó a mi casa para ofrecerme sucio dinero a cambio de preciosísimas e irrecuperables horas de mi vida. Caí, primo de mí, en un tocomocho cualquiera. Y sí, también esta empresa navega hundiéndose, y su oficial es timorato e idiota, y siente repugnancia por sus inferiores.

Pero lo de extirparse las gónadas con las tijeras del pescado era broma, claro. Sigo aliviándome en el retrete de cuando en cuando.

A lo que voy: tengo un bubón en la ingle. Creo que es por culpa de mi gata, el otro día jugando a depredarme me clavó una garra en la carne interna de mi nariz, llena como sabéis de vasos sanguíneos que conectan directamente con el cerebro. Cuando se fue diluyendo el agudo dolor, me asaltó la preocupación y mi gesto se tornó grave. Esa misma garra, que otrora me infectara de mixomatosis, era y es la que el animal usa para escarbar en la arena que le hace las veces de retrete. Era y es la misma con la que araña la mugrienta moqueta morada que cubre el suelo de mi hogar destartalado, la que hace meses que no limpio. Salta a la vista que no viviré mucho.

Es por ello que he decidido mandar a paseo mi empleo, me tiro por la borda, prefiero vagar náufrago, aferrado a un mohoso tablón, que donar los escasos días que me quedan para lucro de un vicioso al que ni siquiera conozco, que ni siquiera me conoce y que si lo hiciera se reiría de mí. Pero no me voy a ir sin más. Esta noche hay un cónclave preestreno al que he sido invitado, y al que acudirán todos los mandos y plebeyos que han tomado parte en un engendro que osan llamar película. Al pase me he negado a ir, pero no así al sucio tugurio donde después irán a hurgarse mutuamente los esfínteres con lujuriosa fruición. Allí tengo previsto ir armado con un martillo con el pienso dar muerte a los directores de la película, lo haré en el baño, a la manera sórdida, y allí les atraeré ofreciéndoles un saquillo de sal que haré pasar por cocaína.

Eso si no hago “plop”