viernes, 4 de abril de 2008

Doom Doom Pacheco

Después de tres o cuatro días seguidos jugando al Doom, no pude más y salí a la calle a emborracharme. Ya había padecido arrebatos semejantes en mi tardoadolescencia, pero esta última vez ha sido decididamente peor. Como entonces, cada vez que cierro los ojos veo esos escenarios tenebrosos y sangrientos, opresivos. Nada de los amplios espacios abiertos y bien iluminados, ningún paisaje fantástico extraterrestre con los que me había ensoñado en las ediciones primera y segunda. Esta nueva y sofisticada tercera entrega había sucumbido al hiperrealismo que permite el desarrollo tecnológico, perdiendo cualquier rastro de componente lúdico y consistiendo únicamente en la vivencia de una intensa pesadilla, una oscuridad permanente que debe ser horadada con mi linterna, la linterna del personaje, la cual no puede empuñar al tiempo que empuña un arma, de modo que continuamente el jugador se ve sometido al pavoroso dilema de tener que escoger entre poder ver o poder defenderse, una defensa ciega, disparar metralla en todas direcciones, aterrado. Cierro los ojos y veo eso, caminando por mi casa tiendo a empuñar una linterna imaginaria en lugar de apretar los interruptores reales.

Seguramente también contribuye el hecho de que mi casa parece estar en perpetua penumbra y soledad. Sólo me acompañan un puñado de hojas de cuaderno cuadriculado en las que un boli azul escribió una vez algunas palabras. Para mayor esquizofrenia pienso en inglés, porque mi tele se ha roto y me he bajado un montón de series británicas. Ya no escribo más que estos desvaríos, ya no dibujo, no tomo fotos, no grabo, no fumo porros, no hay placer en nada de lo que hago. El suelo se ha esfumado bajo mis pies, y todo lo que hay debajo es un vacío que a cada día que pasa se vuelve más vertiginoso. Manoteo desesperado, a ciegas, sin linterna y desarmado, palpando en busca de algo a lo que aferrarme, pero todo se evapora como el humo apenas lo rozo.

Mi pústula, a pesar de que ya no me la toco, o quizá por eso, ha ennegrecido y parece una mancha, un pecado indefinido, desconocido e imposible de lavar. Creo oír ruidos y susurros en esta casa solitaria cuando estoy en mi cama por la noche, me cuesta dormir, lo cual es lógico porque ya no tengo ocupación alguna a la mañana siguiente.

Es aún peor escarbar en mi pasado en busca de algo a lo que agarrarse, porque nada de lo que encuentro me parece relevante y en cualquier caso ya no está. Sólo quiero gastar lo poco que tengo en emborracharme como un cerdo.

Por eso salgo a la calle.

¡Mentira! Me quedo y echo otra partida.